En la vasta extensión de densa selva tropical, boscosas tierras bajas y chatas montañas de arenisca del sur de Venezuela y el norte de Brasil viven los yanomami, uno de los pueblos indígenas en relativo aislamiento más grandes de Sudamérica.

Como la mayor parte de las tribus de Sudamérica, los antepasados de los yanomamis probablemente migraron a través del estrecho de Bering entre Asia y América hace aproximadamente 15.000 años. “La selva ha sido el hogar de mi pueblo durante miles de años”, explica Davi Kopenawa, un portavoz yanomami. “Conocemos esta tierra. Conocemos los arroyos y los rápidos, los senderos de los pecaríes y las estaciones de los árboles de frutos silvestres. Llamamos a este lugar Urihi, nuestra tierra, nuestra selva – el lugar al que pertenecemos”.

Puesto que su hogar en Urihi está en las profundidades de la Amazonia, los yanomamis permanecieron virtualmente aislados del resto del mundo hasta mediada la primera década del siglo XX.

Con el contacto llegó la destrucción. Durante el siglo XX, los yanomamis fueron testigos por primera vez de la decadencia de su pueblo a causa de la pobreza, las enfermedades, el alcoholismo y la prostitución. El descubrimiento de oro en los años setenta supuso el comienzo de una gran afluencia de “garimpeiros” ( buscadores de oro ilegales) a su tierra ancestral. Los mineros dispararon a los yanomamis, construyeron pistas de aterrizaje clandestinas, destruyeron numerosas comunidades y los expusieron a enfermedades frente a las que no tenían ninguna inmunidad – una quinta parte de su población pereció en solo siete años.

La minería también tuvo efectos adversos para la tierra de los yanomamis: las mangueras a presión destruyeron las orillas de los ríos, y las aves y los mamíferos de los que dependen fueron ahuyentados por el estruendo de los disparos. El mercurio utilizado para separar el oro de la arena y las rocas envenenó su suministro de agua y las charcas creadas por la actividad minera se convirtieron en caldos de cultivo para los mosquitos de la malaria.

Aparte de las trágicas pérdidas humanas, la destrucción medioambiental fue completamente devastadora para los yanomamis. Para ellos, la tierra es el fundamento de sus vidas. creen en el mantenimiento del equilibrio ecológico; por tanto, la destrucción del mundo natural es también un acto de autodestrucción. “Si dañamos la naturaleza, también nos hacemos daño a nosotros mismos”.

Los yanomamis aún viven en complejas comunidades donde la solidaridad del grupo es de la máxima importancia. Un shabono, la casa comunal, puede albergar hasta 400 personas. Creen firmemente en la igualdad y no reconocen a “jefes”; las decisiones se toman por consenso, con frecuencia después de largos debates en los que todo el mundo tiene voz y voto. Y el arte de compartir es primordial: un cazador no se comerá al animal que ha cazado, sino que lo distribuirá entre familiares y amigos. Por tanto, los niños crecen en una atmósfera de intimidad colectiva, que contiene un número mayor de individuos que en la mayoría de los entornos urbanos.

Los niños yanomamis no reciben educación formal: se las tienen que apañar solos y observar e imitar a los adultos. Cuando tienen 4 o 5 años, la mayoría de los niños comienzan a unirse a actividades adultas; los niños aprenden los rudimentos de la caza matando pequeñas aves y mamíferos con arcos y flechas, mientras que las niñas tienden a asumir las tareas del cuidado de los bebés, y ayudan a sus madres a recolectar los productos de los huertos o a preparar la comida en el fuego del shabono. Los juegos infantiles continúan junto a las actividades adultas: de media, un yanomami trabaja menos de cuatro horas al día para satisfacer todas sus necesidades materiales.

La selva cubre todas estas necesidades. Los hombres cazan – la habilidad más prestigiosa. Las mujeres cuidan de los huertos, que pueden albergar hasta 60 cultivos distintos y componen aproximadamente el 80% de la dieta yanomami.

Se piensa que los yanomamis utilizan aproximadamente 500 especies de plantas silvestres a diario; como resultado, su conocimiento botánico es extraordinario. Las palmeras piasavas se utilizan para tejer alfombras y cestas; la corteza del árbol del copal se aplica a las infecciones oculares; el jugo de la uña de gato, una enredadera leñosa, es para la diarrea y la viña del timbó para paralizar a los peces.

La tierra yanomami fue finalmente demarcada en Brasil con la creación del Parque Yanomami en 1992, tras una larga campaña liderada por Davi Kopenawa Yanomami, Survival International y la CCPY (siglas en inglés de la Comisión Pro Yanomami).

En la actualidad, sin embargo, los yanomamis siguen sufriendo. Miles de buscadores de oro siguen trabajando ilegalmente en su tierra y aún no tienen verdaderos derechos de propiedad sobre su tierra, a pesar de que el país ha ratificado la norma internacional (el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo) que garantiza este derecho.

Y algo crucial: los yanomamis, como otros pueblos indígenas en todo el mundo, necesitan ser escuchados y que puedan participar en las decisiones que les afectan. Los yanomamis quieren poder elegir su modo de vida, ahora y en el futuro. “No queremos que se nos imponga el cambio”, dice Davi Kopenawa. “Queremos progreso sin destrucción. Queremos que la selva siga en silencio, que el cielo siga limpio, que la noche caiga realmente y que veamos las estrellas”.

Apoya a los yanomamis y otros pueblos indígenas: www.survival.es

Joanna Eede es consultora editorial de Survival International y autora del libro “Somos uno” editado en castellano por Blume.