El 11 de septiembre de 1973 un Golpe de Estado contra el gobierno socialista de Salvador Allende en Chile dejaba una huella de sangre y terror en el país: para tratar de salvar su vida miles de personas repletaban las embajadas extranjeras, situación que duró casi un año. Luego en la medida en que la situación se iba “normalizando”, es decir que los militares golpistas se consolidaban, las embajadas empezaron a cerrar sus puertas, excepto una: la embajada italiana. Italia nunca reconoció al gobierno encabezado por el general Augusto Pinochet, por lo tanto los diplomáticos no tenían ese status, pero , a pesar de todo durante dos años, hasta mediados de 1975 la Embajada de Italia en Santiago nunca dejó de acoger a los refugiados.

Es en este escenario donde madura el asesinato, por parte de los militares de la joven dirigente del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), Lumi Videla, que narra el libro de memorias del ex Embajador de Italia en Chile, Emilio Barbarani “¿Quién mató a Lumi Videla?, recientemente publicado.

En la madrugada del 4 de noviembre de 19734 un grupo de refugiados políticos (eran unas 250 las personas que vivían “acampadas” en la residencia italiana) hace un macabro descubrimiento en los jardines de la embajada: el cadáver de una joven con signos evidentes de tortura. Poco después se descubriría que se trataba de Lumi Videla, dirigente del MIR.

Un mes después de este hecho, el gobierno italiano traslada urgentemente desde el Consulado General de Buenos Aires al joven funcionario Emilio Barbarani: “En la Embajada italiana hay un solo funcionario diplomático, el Embajador Tommaso de Vergottini, quien tampoco está acreditado, y que trabaja con personal no diplomático”, narra Barbarani. “En la Embajada, por motivos políticos, la mitad del personal no habla ni colabora con la otra mitad: los conservadores se enfrentaban violentamente con los progresistas, los “pinochetistas” contra los “antipinochetistas”. Incluso una secretaria “intocable” porque era hija de un influyente personaje local, considerada presunta informadora de la DINA, la tristemente célebre policía política de Pinochet. La atmósfera essurreal”, subraya.

Por otra parte, mientras desarrolla el trabajo de trodos los días, que como es fácil prever presenta aspectos de extrema delicadeza, Vergottini, el jefe de la Misión Diplomática se siente controlado por una parte del personal local que sin duda informa a los militares chilenos, y por otros que sin duda informan a los partidos de la izquierda italiana. Esto sucede en una situación en la que las relaciones bilaterales entre Italia y Chile son extremadamente tensas – oficialmente la embajada está cerrada –, situación que se convirtió en dramática tras el descubrimiento del cadáver de la joven dirigente del MIR.

Para la prensa chilena partidaria del régimen (que era la única tolerada en 1974), Lumi Videla había muerto en la Embajada durante una orgía: se trataba, por lo tanto, de un delito pasional, según los militares. Este episodio constituye el comienzo de la historia verídica que Barbarani narra en su libro, en el que recuerda “esos dramáticos días buscando a los responsables del homicidio y las acciones, muchas veces de incalculables riesgos para proteger y salvar a decenas de perseguidos por el régimen

Al final, tras un extenuante “tira y afloja”, se llega al siguiente acuerdo: un juez chileno interrogaría a los prófugos en la residencia para determinar el lugar y el modo como la joven habría sido asesinada: si el hecho hubiese sucedido en la Residencia, indicaría también al culpable; si hubiese sido asesinada fuera y su cadáver lanzado al jardín de la embajada en la noche, y, por tanto después del toque de queda vigente, este hecho habría acusado directamente a los servicios secretos del régimen militar.

Fue designado el magistrado Juan Araya, quién, a pesar de todas las presiones anunció en Conferencia de Prensa que “Lumi Videla no había sido asesinada en la Embajada Italiana”, Barbarani recuerda al magistrado como “un hombre integérrimo, fuerte, valiente, quien, a pesar de no pertenecer a la izquierda chilena, emitió un veredicto que no fue delo agrado de la derecha militar local, en tiempos en los que la magistratura estaba acusada de connivencia con el régimen militar”.

Directamente relacionados con la vida de los refugiados en la Embajada, el libro describe las relaciones personales entre el joven Barbarani y dos mujeres: por una parte una agente del Servicio Secreto de la Fuerza Aérea (SIFA), “Wanda”, de la que no revelará jamás el nombre y que, muchos años más tarde, en Londres le habría dado una inquietante clave de lectura sobre el asesinato de Lumi Videla; por la otra la novia “oficial”, Paula Carvajal, hija del entonces poderoso Canciller de la Junta de Gobierno, el almirante Patricio Carvajal.

A pesar del título “¿Quién mató a Lumi Videla?, el libro no se interroga sobre quién asesinó a la joven, sino sobre las razones del asesinato y por qué tiraron su cadáver al jardín de la embajada italiana, una provocación aparentemente sin sentido ya que, y a pesar de la mordaza total de toda la prensa, no se podía no pensar que la verdad tarde o temprano hubiese emergido.

Muchos años más tarde, después de haber visto la película de Costa Gavras “Missing”, Emilio Barbarani se acuerda que comentó: ¡Qué reconstrucción perfecta! Este es el clima efectivo en el que viví y actué en Santiago de Chile, durante la dictadura de Pinochet. Era la represión en curso, la búsqueda, con cualquier medio de los opositores de izquierda, sobre todo miristas y comunistas, su arresto, las torturas, frecuentemente la muerte. ‘Missing”: desaparecido. Desde los centros de tortura, como la tristemente célebre Villa Grimaldi, desde donde algunas ersonas, aunque salieran vivas llevarían para siempre las huellas indelebles en el alma y en el cuerpo. Otros morían. Como Lumi Videloa y su marido, Sergio Pérez, también dirigente del MIR. Quienes tenían más suerte lograban refugiarse en alguna embajada en Santiago, mientras estuvieron abiertas. Luego pudieron entrar solamente a la Embajada italiana, cuyas puertas durante mucho tiempo estuvieron abiertas para todos”.

Pero en 1974 Barbarani no podía saber que la última persona que pidió asilo en la Embaja, “Daniel Ramírezs”, según el libro (en realidad Rafael González Verdugo que se refugió en las oficinas consulares de la Cancillería) habría sido condenado como cómplice en el secuestro y posterior homicidio del mismo joven estadounidense, Charles Horman, cuyo desaparecimiento ( y posterior búsqueda por parte del padre) se describe en “Missing”.

En la última parte del libro, Barbarani recuerda la petición de asilo político de González Verdugo, a mediados de 1975: se presentó como agente del SIFA, el servicio secreto de la Fuerza Aérea, afirmando que estaba perseguido por la DINA, porque había acusado de corrupción al segundo hombre en importancia de ese servicio secreto, el coronel “K”, de quien Barbarani no revela el nombre.

Barbarani concluye que poco tiempo después de haber llegado a Londres, (donde fue enviado después de la misión chilena) y mientras González Verdugo todavía estaba en las oficinas de la Cancillería, ya que las autoridades se negaban a darle el salvoconducto, leyó en la prensa inglesa una breve información sobre un accidente que habría tenido el coronel “K” (accidente totalmente comprobado): se le habría disparado “accidentalmente” la metralleta que tenía en el asiendo trasero del auto que desbandó, mientras su ocupante se había salvado por milagro. Poco tiempo después a González Verdugo le dan el salvoconducto y puede abandonar el país.

“Cuando llegué a Santiago, en 1974, en Chile reinaba una atmósfera inquietante”, subraya Barbarani. “Mitad de la población vivía sojuzgada por sospechas, el miedo a la delación, el terror: eran quiénes se oponían al régimen, los pobres, aún más pobres a raíz de la política económica de Pinochet. La otra mitad de la población vivía serena, contenta de que se hubiera disipado el riesgo palpable de una revolución proletaria basada en el modelo cubano: eran las personas de buen pasar. Sobre todos ellos reinaba, la omnipresente sombra de los Servicios, en particular la DINA. Sus agentes se infiltraban en todas partes gracias a una red de colaboradores y delatores, en incesante búsqueda de los opositores y sus simpatizantes. No había posibilidad de oponerse, excepto entrar en clandestinidad. La magistratura, a quien los parientes de los desaparecidos recurrían para tener noticias de sus familiares detenidos por los servicios represivos era incapaz de dar respuestas plausibles”.

La única institución que, corriendo numerosos riesgos trataba de contener el enorme poder de los militares y el dramático curso de la represión era la Iglesia. Y una Embajada: la italiana. “La Iglesia chilena fue admirable, a partir de su máximo representante, el cardenal Raúl Silva Henríquez, sus sacerdotes, que frecuentemente me pedían que hiciera el 'trabajo sucio' que ellos no podían hacer”, agrega Barbarani. El padre Salas, el padre Precht corrían riesgos personales para salvar a los perseguidos por el régimen militar. Las peticiones para llevar a cabo las operaciones más arriesgadas en Santiago me llegaron de la Vicaría de la Solidaridad, el órgano de la Iglesia Chilena creado para tutelar a los pobres y a los perseguidos”.

“En mi libro traté de evocar esta atmósfera lacerante”, concluye el diplomático. “El Embajador chileno Mariano Fontecilla, buen amigo mío y de Italia me citó un día a sus oficinas de la Cancillería, donde era Jefe del Ceremonial: “Sabemos que en vuestra Embajada, eres sobre todo tú quien hace el trabajo sucio. ¡Ten cuidado! Y deja que por lo menos te ponga un timbre de la Cancillería en tu pasaporte. No sirve para mucho, pero si un día te detuvieran los Servicios Secretos, sabrán que no eres un desconocido, por loo m,enos para esta Cancillería”.

En el año 2006, en el Chile nuevamente democrático, la magistratura condena a algunos agentes de la DINA, (comenzando por su jefe), por la muerte de la joven Videla: fueron declarados culpables los generales retirados Manuel Contreras Sepúlveda, ex jefe operativo de la DINA y Maximiano Ferrer Lima; los brigadieres (R) Miguel Krassnoff y Christophe Willike; el coronel (R) Marcelo Morén Brito y el cabo (R) Basclay Zapata. Todos eran miembroas del Ejércitro de Chile.

Sin embargo, ¿esta historia se aclaró verdaderamente? No parece: al final del libro, Barbarani narra las confidencias de “Wanda”, la ex agente del servicio secreto de la Fuerza Aérea chilena que insinúan más de una duda sobre los motivos por los cuáles el cadaver de Lumi Videla fue lanzado al jardínb de la Embajada italiana en Santiago de Chile.

Curiosamente, y a pesar de que el libro se ha presentado con bastante éxito de crítica y público en numerosas ciudades italianas (las próximas presentaciones serán el 8 de mayo en la Macerata; el 15 de mayo en Roma; el 15 de julio en Spoleto, durante el famoso festival de los “Dos Mundos”) en Chile la noticia no ha tenido ningún eco. ¿Será quizás porque el tristemente célebre coronel “K” nunca ha sido condenado y vive sin problemas en Santiago?